El presente artículo vio la luz en el nº 19 de Revista de Cine (noviembre 2012), publicación anual del Cine Club de la UNED en Soria, con la que colaboro desde 2009 redactando las reseñas críticas de algunas de las películas que conforman la programación de esta institución veterana. En este caso, rescato aquí mi texto para Kiseki (Milagro), delicioso largometraje de Hirokazu Koreeda en clave de drama intimista, donde el mundo de los adultos se funde y confunde con el de la infancia, a la par que propone una interesante reflexión acerca de la convivencia entre tradición y modernidad en el seno del nuevo Japón.
LOS NIÑOS DEL TREN BALA
Para el común del público occidental continúa siendo un misterio la filmografía nipona, más allá del anime (cine de animación japonés), fenómeno cinematográfico-televisivo que ha sorteado las fronteras de su país de origen de manos de autores reconocidos como Osamu Tezuka, Hayao Miyazaki o Katsuhiro Otomo. Popularidad que incluso alcanza importancia sociológica al constituir una parte fundamental de la cultura de masas, sustentada en el interés que en el imperio del sol naciente suscita el manga (su particular visión del cómic). Así, el resto del planeta se rinde ante estas manifestaciones del arte del entretenimiento. No ocurre lo mismo con el cine de imagen real procedente de Japón, por mucho que nos lleguen, con cuentagotas, las obras de cineastas actuales como Takeshi Kitano, Yôji Yamada, Hideo Nakata, Takashi Miike y un puñado más de realizadores que como anteriormente Kurosawa, Honda, Imamura, Oshima o Fukasaku, tuvieron la inmensa dicha de ver estrenadas en suelo español algunas de sus obras. El resto de directores pasa por los festivales internacionales cosechando gloria, pero fuera del alcance de nuestras salas de cine, para recluirse, con suerte, en el mercado del DVD. Tal discriminación facilita, como digo, el desconocimiento que de la cinematografía japonesa sufre la inmensa mayoría de los espectadores. Propiciado, también, por las diferencias culturales y sociales que dificultan el entendimiento entre Oriente y Occidente.
Esa brecha, no obstante, se cierra en estos tiempos de globalización, acercando ambas orillas para constatar que unos y otros no somos tan distintos. En realidad, nunca lo hemos sido. Por eso, aproximarnos al cine de Hirokazu Koreeda nos ayuda a entender mejor la coetánea sociedad nipona, donde la generación nacida en la década de los 60 establece un puente entre las tradiciones más arraigadas del antiguo Japón y la modernidad. De ahí que cineastas como Koreeda, perfectamente inmersos en la actualidad global, presten una especial atención al mundo sugerente pero arcaico que sus padres y abuelos aún veneran, mostrando en sus películas el avance de lo contemporáneo sobre lo ancestral. Pero lo hacen con especial cariño, pues saben que los aromas de la sabiduría antigua no pueden desaparecer bajo el prosaico e insípido color de lo actual. La clave está en fusionar los valores de ambas épocas, buscando una intuitiva armonía entre el ayer y el hoy. Kiseki (Milagro) ahonda en ese preciso punto espacio-temporal donde se pretende hallar el mencionado equilibrio, y lo hace con tierna ironía: uno de los niños protagonistas vive con su madre y abuelos en la ciudad de Kagoshima, lugar apacible de la isla de Kyushu levantado a la sombra de un volcán cuya actividad cubre cada día de fina ceniza edificios y calles; un poso antiguo que los vecinos, viejos y jóvenes, aceptan con resignada indiferencia, pues la vida sigue y lo ancestral permanece convertido en polvo milenario.
La memoria y la familia son, pues, elementos que Koreeda dispone en Kiseki (Milagro), como ya había hecho antes en Nadie sabe (Dare mo shiranai, 2004) o Still walking (Caminando) (Aruitemo aruitemo, 2008): «La familia es un tema en el que estoy pensando siempre. Se trata de una cuestión cercana a todas las personas, y en la que surgen siempre problemas. Hay mucho sobre lo que reflexionar, y esto se refleja en mis películas. [...] Cuando rodé "Nadie sabe", estaba soltero y vivía con mis padres. En el caso de "Still walking" mis padres habían fallecido y me había casado. Ahora, con "Kiseki (Milagro)", tengo una hija, lo que hace que mire la familia de modo diferente. [...] Entonces surge la pregunta: ¿cómo tiene que ser un padre que no puede estar mucho tiempo con sus hijos? Por esta razón me encuentro todo el tiempo pensando en el tema de la familia» (1).
Kiseki (Milagro) afronta esta preocupación con extrema delicadeza, pero con una sorprendente liviandad, un sano optimismo que viene a reflejar esa evolución personal a la que alude el propio Koreeda. Aquí los adultos son mostrados como seres atolondrados, indecisos, emocionalmente infantiles: ese padre separado comportándose como un adolescente inmaduro, preocupado únicamente de su guitarra y su grupo pop; la madre débil que necesita el apoyo de la abuela; el abuelo jubilado empeñado en fabricar dulces tradiciones; la juvenil profesora que acude al colegio sin calcetines; la pareja de ancianos que vive de sus recuerdos y cree reconocer en su nieta a la hija ausente... Por el contrario, los protagonistas son los niños, nietos e hijos de los anteriores, espíritus inquietos y resolutivos, capaces de tomar el mando de sus propias vidas, aunque sea durante un breve espacio de tiempo, infringiendo las normas y en base a fantasías que ante sus ojos se tornan certezas. De este modo, los pequeños emprenden un viaje hacia la localidad donde dos trenes bala se encontrarán, momento en el que, según la leyenda, se cumplirán los deseos que formules en el mismo instante de cruzarse los convoyes. Pocas veces, por cierto, el cine actual ha plasmado un fragmento de magia tan intensa y fascinante como la de ese momento irrepetible.
Coincidiendo con su estreno, o su pase por festivales, la crítica no ha desaprovechado ocasión de relacionar las películas de Koreeda con el cine de ilustres antecesores como Yasujiro Ozu, Hiroshi Shimizu y Mikio Naruse, considerados, no sin razón, los grandes cronistas de la familia tradicional nipona. Algo de esto hay, en efecto, en la obra de Koreeda, quien también ha cultivado el documental (y confiesa admirar a Ken Loach, otro cineasta de estilo "veraz"). Esa proximidad que emana su obra proviene, seguramente, de esta faceta. Se acentúa así en su cine, título a título, una diáfana frescura que suplanta la eventual gravedad de otros largometrajes previos. Pero lo sorprendente, o quizá no tanto, son los paralelismos entre Kiseki (Milagro) y esa ingeniosa radiografía de la sociedad japonesa a través de la familia que es la longeva serie de animación Shin Chan (Kureyon Shin-chan), iniciada en 1992 y aún hoy en antena. Ambos trabajos comparten la visión crítica
—amable en el caso de Koreeda, ácida en el del anime basado en la creación manga de Yoshito Usui— sobre esta institución, otorgando el protagonismo y la fuerza a los infantes y retratando a los mayores como auténticos pipiolos. Las coincidencias entre el trabajo de un realizador ya consagrado y la polémica (pero exitosa e incisiva) teleserie me hacen pensar que sin duda muchos creadores son conscientes de las múltiples disfunciones que condicionan la vida del japonés de clase media. Ciudadano que a través de la gran o pequeña pantalla se observa a sí mismo, entre la perplejidad y la aceptación, incapaz de reaccionar ante los estímulos de un mundo cambiante, en el que los adultos parecen haber tirado la toalla mientras la infancia aprende por sí misma a romper, para no repetirla, la abulia de sus displicentes mayores.
Notas
1.- José María Aresté: "Hirokazu Koreeda, ganador moral de la Concha de Oro", entrevista en www.dezine21.com (24 de septiembre de 2011).
KISEKI (MILAGRO) (Kiseki, 2011)
Japón. 128 minutos
D: Hirokazu Koreeda. P: Kentaro Koike y Hijiri Taguchi para Bandai Visual Company, RCC y Eisei Gekijo. G: Hirokazu Koreeda. F: Yutaka Yamasaki. M: Quruli. Mo: Hirokazu Koreeda.
CAST: Koki Maeda (Koichi), Ohshirô Maeda (Ryunosuke), Ryôga Hayashi (Tasuku), Seinosuke Nagayoshi (Makoto), Kyara Uchida (Megumi), Kanna Ashimoto (Kanna), Rento Isobe (Rento), Nene Ohtsuka (Madre), Jô Odagiri (Padre), Isao Hashizume (Abuelo), Kirin Kiki (Abuela).
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